Reconocer las heridas del pasado puede ayudar a afrontarlas mejor
Cuando crecemos en hogares emocionalmente caóticos, nos enfrentamos a dificultades para establecer relaciones adultas sanas. Cuando el caos es la norma, nos acostumbramos a vivir con lo que nos parece mal y nos da miedo. Aprendemos a silenciar nuestra experiencia porque nos parece demasiado peligroso hablar por nosotros mismos o llamar la atención a alguien por su comportamiento.
Como niños, necesitamos pertenecer; pertenecer es sobrevivir. Expresar nuestra experiencia del drama familiar sería arriesgar el amor de nuestros cuidadores, nuestra pertenencia y, por tanto, nuestra supervivencia. Cuando un hogar es emocionalmente caótico, por lo general no está lleno de adultos que estén abiertos e interesados en la experiencia del niño; a menudo no hay una persona segura con la que el niño pueda hablar y aún menos posibilidades de que haya alguien que se responsabilice o cambie lo que está sucediendo.
Cuando crecemos en un entorno emocionalmente inestable y poco fiable, desarrollamos ciertas estrategias de defensa para mantener nuestra seguridad y mantenernos intactos. En pocas palabras, aprendemos a estar bien con muchas cosas que no nos parecen bien. Nos convertimos en expertos en enterrar la ansiedad, el miedo, la ira y la desesperación; caminamos entre los restos como si no ocurriera ninguna locura, sin importar lo mal que se sienta. Y finalmente la locura se convierte en nuestra norma.
Nuestras estrategias de supervivencia consiguen mantenernos a salvo cuando somos niños, en un cierto nivel. Pero cuando llevamos estas mismas estrategias de defensa a las relaciones adultas, dejan de funcionar y acabamos sintiéndonos atrapados, impotentes, ansiosos y enfadados. Los sentimientos que enterramos cuando éramos niños siguen ahí, sólo que ahora no se quedan bajo tierra.
Los que crecimos en hogares en los que ese comportamiento era la norma, a menudo nos obsesionamos con lo que queríamos decir en voz alta a un padre, pero no lo dijimos porque habría creado ira o más caos, y no habríamos conseguido nada en términos de cambiar nuestro mundo. Del mismo modo, como adultos en las relaciones, pensamos incesantemente en lo que la otra persona nos está haciendo; hacemos el caso de nuestras quejas en silencio dentro de nuestra cabeza, y repasamos lo que vamos a decir y cómo lo vamos a decir. Pero, de nuevo, nos quedamos callados. Pensamos obsesivamente en el otro y en nuestra mala situación, pero no sabemos cómo dar pasos para que cambie: Tenemos demasiado miedo a las consecuencias o a nuestra propia rabia. Como resultado, nos quedamos atascados en las malas situaciones, sintiéndonos impotentes para hacer que nuestras relaciones cambien, crónicamente temerosos y desbordados de resentimiento.
Como adultos, cuando nos enfrentamos a un comportamiento que nos parece malo, loco, agresivo o que simplemente no está bien, nuestro sistema nervioso entra en una especie de respuesta de lucha, huida y congelación. Nuestro cerebro frontal se apaga en cierto modo y entramos en modo de supervivencia. En lo más profundo de nuestro cerebro, se asume que si hablamos, pagaremos las consecuencias y estaremos peor. Nuestro miedo arraigado se apodera de nosotros y, antes de que nos demos cuenta, estamos buscando la manera de hacer que el mal comportamiento del otro funcione dentro de la relación.
Pero permanecer en silencio no funciona en las relaciones adultas. No nos permite crecer, sentirnos conocidos ni desarrollar una verdadera intimidad. Además, no nos mantiene seguros como cuando éramos niños. Todo lo contrario: La estrategia de tragarnos nuestra verdad y nuestro instinto natural de autoprotección con el pretexto de protegernos se convierte en lo que nos perjudica. Acabamos consumidos por el miedo, pensando obsesivamente en lo que odiamos y cargando con un resentimiento abrumador. Acabamos enfadados con el otro y con nosotros mismos, por lo que nos están haciendo y por lo que estamos permitiendo.
¿Cómo podemos cambiar cuando nuestro sistema nervioso responde naturalmente al mal comportamiento de una manera que nos mantiene atascados? ¿Cómo convertimos lo que ocurre instintivamente en un proceso consciente para poder elegir? El primer paso es empezar a prestar atención a lo que ocurre en nuestro interior ante el conflicto, es decir, reconocer y admitir este patrón, y ser conscientes de que entramos en modo reaccionario cuando nos enfrentamos a lo que nos parece inseguro desde el punto de vista relacional. Al reconocer y admitir esta verdad, nos ofrecemos no sólo amabilidad y compasión, sino también gratitud por mantenernos a salvo de la única manera que sabíamos. Y nos recordamos a nosotros mismos que este comportamiento ya no nos cuida.
En segundo lugar, nos detenemos a preguntar a nuestro miedo qué necesita saber o escuchar de un otro de confianza que le permita hablar por sí mismo. A veces, la parte temerosa de nosotros mismos quiere saber o que se le recuerde que en realidad no necesita a esa otra persona.
Si podemos darnos cuenta de que no moriremos sin esta otra persona, de que hemos proyectado nuestra dependencia infantil en esta relación, el riesgo disminuye y podemos encontrar el valor para decir nuestra verdad. Si todavía no creemos de verdad que no necesitamos al otro, podemos empezar a dar pasos hacia la autonomía que puede liberarnos.
Por otro lado, el pequeño que llevamos dentro puede necesitar saber que no tiene que explicar por qué lo que no está bien no está bien, ni conseguir que la otra persona lo entienda o esté de acuerdo. A veces, el miedo a tener que defender nuestro caso contra la ira, la culpa y la actitud defensiva del otro es lo que más nos intimida. En realidad, no tenemos que obtener la confirmación o la validación del otro de que su comportamiento no está bien para nosotros. Podemos darnos permiso para decir simplemente «No, esto no está bien, y punto».
Hay un número infinito de respuestas posibles a la pregunta: ¿Qué tendría que creer para hablar ante el caos? Lo más importante es simplemente que preguntes a la parte asustada de ti mismo, con amabilidad, lo que necesita para defenderse, enfrentarse a la locura y decir su verdad. Una vez que sepas lo que tu sistema necesita para avanzar, puedes ofrecerte esa verdad, o iniciar el camino para que esa respuesta sea cierta.
Cuando crecimos aceptando lo inaceptable porque teníamos que hacerlo, y nos convertimos en adultos con miedo a defendernos, aprendemos a reprimir nuestra ira y a mantener la paz a toda costa, incluido el coste para nosotros mismos.
Pero que hayamos crecido rodeados de caos no significa que estemos condenados a vivir con él para siempre. Podemos cambiar. Podemos cambiar nuestra reacción ante un comportamiento que no es aceptable y, en el proceso, cambiar la propia situación. O podemos abandonar una situación que no nos sirve. Una vez que somos conscientes de nuestro propio comportamiento, tenemos opciones. Podemos aprender a ser la luz en la oscuridad y crear nuestra propia realidad.
A diferencia de lo que creíamos cuando éramos niños, tenemos voz y voto en nuestra propia realidad y podemos pasar del problema a la solución.